000 - Primer Fin: El hombre nuevo en la nueva comunidad

P. Rafael Fernández

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EL PRIMER FIN DE SCHOENSTATT: EL HOMBRE NUEVO EN LA NUEVA COMUNIDAD

También se formula como "la creación de una nueva comunidad formada por hombres nuevos".
Schoenstatt quiere forjar una nueva comunidad, basada en hombres nuevos, que sean fermento de un nuevo orden cristiano de la sociedad, una comunidad fraterna, libre y solidaria, animada por la fuerza del amor y del espíritu apostólico universal.

a. Definición del "hombre nuevo"
Sobre la base del concepto de hombre nuevo cristiano (cf 1Cor) el P. Kentenich, mirando al tiempo actual, define del siguiente modo al hombre nuevo, al cual Schoenstatt aspira:
"El hombre nuevo es la personalidad autónoma, de una gran interioridad, con una voluntad y disposición permanente a autodecidir, responsable ante su propia conciencia e interiormente libre, que se aleja tanto de una rígida esclavitud a las formas como de una arbitrariedad que no conoce normas."
En esta definición el P. Kentenich acentúa especialmente la libertad y con ella la capacidad de decidir. Esto como contrapartida del hombre sin yo, despersonalizado y atomizado interiormente que abunda por todas partes.
En otras definiciones del hombre nuevo destaca un aspecto esencial, diciendo: es el hombre profundamente filial, capaz de establecer vínculos personales y personalizantes con Dios, con las personas, con las cosas y el trabajo.
Esta definición apunta a la necesidad de superar el hombre actual, herido y enfermo en su capacidad de dar y recibir amor.

b. La "nueva comunidad."
Por el sacramento del bautismo formamos un solo cuerpo en Cristo Jesús. El ideal de la nueva comunidad busca vivir profundamente esa realidad en el contexto de un mundo que ha destruido los vínculos interpersonales, que sólo conoce el estar el uno al lado del otro, yuxtapuesto al otro, o, incluso, el uno contra el otro; donde las personas se unen sólo por el interés o la necesidad.
La esencia de la nueva comunidad consiste en que las personas que la conforman viven la una en, con y para la otra; en que el lazo del amor que las une les lleva a sentirse profunda y solidariamente responsables la una de la otra. Es la comunidad animada por el vínculo del amor que el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones, que vence tanto el colectivismo masificante como el individualismo atomizante.
Schoenstatt ha sido llamado por Dios en un cambio extraordinario de época, en la que se inicia una nueva etapa de la historia. El P. Kentenich, interpretando los signos de los tiempos y dejándose guiar fielmente por la fe práctica en la Divina Providencia, marcó el norte a la Familia colocándola ante tareas de extraordinaria envergadura. Hoy cambia aceleradamente la imagen del hombre y de la sociedad. Caminamos hacia una nueva cultura posmoderna o "cibernética", marcada por progresos gigantes en el orden de la ciencia y de la técnica. Nuevas tendencias determinan un nuevo modo de vivir, de relacionarse, de trabajar y de buscar esparcimiento. La gran incógnita es si la nueva cultura estará marcada por el sello de Cristo. Sabemos que Cristo es el Señor de la historia y que de la fuerza de su Espíritu surgirá una nueva creación. Una Iglesia renovada está llamada a ser germen de una nueva cultura que lleve el sello del Evangelio.

Es en esta perspectiva desde la cual se entiende la gran meta de Schoenstatt: forjar un hombre nuevo en una nueva comunidad, ambos impulsados por la fuerza fundamental del amor, con un sello apostólico universal. O dicho en otra forma más sintética: forjar una nueva comunidad sobre la base de hombres nuevos.

El hombre nuevo schoenstattiano es una realización original del hombre nuevo en Cristo Jesús, tal como san Pablo lo anuncia (cf Efesios 4, 24; 2, 15; Gálatas 3, 27; Romanos 13, 14). Es preciso despojarse del "hombre viejo" para que surja el "hombre nuevo" en Cristo Jesús. Cristo es el hombre nuevo y María su imagen más perfecta. María es la primera redimida. De ambos surge la nueva creación, que ejerce su influjo en la humanidad para renovarla hasta que surja "un nuevo cielo y una nueva tierra" (cf. Ap 21,1).

Este hombre nuevo cristiano va tomando distintas formas según los desafíos que se dan en las diversas épocas históricas. La riqueza de Cristo y de María -imagen perfecta e inicio de la Iglesia-, no se agota en un determinado tiempo. Por ello, la época que se vislumbra en el horizonte de los "novísimos tiempos" (esa es la expresión usada por el P. Kentenich), significará una profunda renovación del hombre cristiano. En el nuevo tipo de hombre cristiano se nos mostrará un nuevo resplandor de la vida y riqueza de Cristo, el Señor de todos los tiempos.

c. La originalidad de este hombre nuevo en Schoenstatt

El P. Kentenich percibe que el hombre nuevo desplegará en el futuro su impronta mariana como nunca hasta ahora lo ha visto la historia de la Iglesia (cf ...). La nueva cultura será una cultura de la armonía entre la naturaleza y la gracia, tal como la encarna María. Ella es la "gran Señal" que Dios muestra a nuestro tiempo como signo de luz y de esperanza.

Este hombre nuevo, marcado con el sello de María, es un hombre en el cual el amor -ley fundamental del universo- se manifiesta en todo su poder. Una cultura donde los valores del corazón y del amor tienen relevancia. María abre las puertas a una nueva "civilización del amor". Ella es el corazón de la Iglesia, llamada a ser alma del mundo. Es la "Madre del Amor Hermoso", la Madre de la unidad. Ella congrega a la Iglesia como Familia en torno a su maternidad. Ella educa hombres nuevos capaces de dar y de recibir amor.

Nuestra cultura no ha sabido solucionar la tensión entre individuo y comunidad. El "homo faber" (hombre mecanicista y maquinizado), destruye sacrílegamente todos los vínculos queridos por Dios. El hombre nuevo mariano, que Schoenstatt propone, busca cultivar y vivir en plenitud los vínculos de amor, tanto en el orden natural como sobrenatural. Lo hace en el orden natural: es un hombre que vive en, para y con la comunidad; que supera creadoramente la tensión entre individuo y comunidad, o que integra armónicamente el personalismo (la dignidad y autonomía de una personalidad libre) con el solidarismo (la inserción y responsabilidad comunitaria). Y lo hace también en el orden sobrenatural: María nos enseña a ser niños ante Dios, a ser hijos en su Hijo, a desarrollar, con ella y como ella, un cálido y poderoso amor filial a Dios Padre. La nueva cultura mariana, por ser mariana, será una cultura del Espíritu Santo, el Dios del Amor. María, templo e instrumento perfecto del Espíritu Santo, abre las puertas en nuestro tiempo a una nueva irrupción del Espíritu.

Este hombre nuevo mariano, que orienta el ser y el quehacer de Schoenstatt, es un hombre esencialmente libre. Para amar –y ésta es la vocación esencial del ser humano- se requiere poseerse a sí mismo para darse al tú y a la comunidad; para entregarse a Dios y al prójimo. La Iglesia y la sociedad necesitan hoy más que nunca personas que sean verdaderamente libres, capaces de decidir por sí mismos y de comprometerse, tal como lo fue María, la Inmaculada.

Sólo la persona que es libre puede amar. Sólo este tipo de hombre cristiano, guiado por la luz de la Inmaculada, de la mujer plenamente libre, puede ser una luz que alumbra en medio del materialismo, la angustia y la soledad que aqueja al hombre actual.

La nueva comunidad estará sustentada por estos hombres nuevos.
Una real renovación de nuestra sociedad requiere hombres nuevos marcados con la impronta mariana. Sólo sobre la base de hombres verdaderamente nuevos se puede edificar una nueva sociedad.

En este trasfondo se comprenden las características propias que distinguen al hombre nuevo schoenstattiano, que es un profundamente mariano. Es un hombre:

• • libre
• • comunitario
• • filial y
• • apostólico

d. Un hombre libre

Qué significa ser libre

El hombre nuevo schoenstattiano, es un hombre libre: ama la libertad y busca vivirla plenamente en Cristo Jesús. Cristo infundió en nosotros el espíritu de libertad y no el de esclavitud. Pues, "para ser libres nos libertó Cristo" (Gal 5,1; cf Lc 4, 18-19, Rom 8,14).

El tipo de hombre schoenstattiano es el hombre radicalmente opuesto al hombre-masa, que a pesar de sus proclamas libertarias, ha prostituido la verdadera libertad.

"La libertad es una palabra que aparece en todos los diccionarios; es un canto de todos los diarios y cancioneros; un párrafo de todos los libros de derecho; una cinta de todas las banderas; un sueño de todos los pueblos; un registro de todos los órganos. Libertad es la palabra más paciente y con más diferentes sentidos del lenguaje humano. La libertad es una mera apariencia, un sonido vacío y sin contenido, mientras no se precisa de qué cosa se es libre: ser libre de mentira o libre de verdad; libre de irresponsabilidad o de responsabilidad; libre de odio a la religión o libre de la religión; libre de cadenas o libre... de libertad" (Cardenal Faulhaber,? Cita).

A cada momento escuchamos hoy la palabra "libertad", pero cada uno vende su propia mercancía de liberación. En verdad, pocas palabras son tan usadas hoy como las palabras "libertad" y "liberación". Han caído las cadenas de los esclavos de galera, pero han aparecido esclavitudes aún más denigrantes y destructoras del hombre y de la sociedad.

El hombre masificado asume sin dificultad lo que dicta la moda; lo que "piensa la gente"; lo que hace o cree la mayoría; lo que dictamina la propaganda, el grupo social o político al cual se pertenece; lo que se anuncia en los medios de comunicación... Como un camaleón cambia según el ambiente y las conveniencias, no está "atado" a nada.

Al hombre masa lo describía el P. Kentenich (Citar) como aquel tipo de persona que piensa lo que piensa, porque los demás lo piensan (sus opiniones son lo que trae la prensa o la TV, sin que se haya formado verdaderamente un juicio personal); que dice lo que dice porque los demás lo dicen (simplemente sigue la corriente); que hace lo que hace, porque los demás lo hacen (imita y se mimetiza con el ambiente). Este tipo de hombre no es libre, no se posee a sí mismo, no posee convicciones, rehuye asumir compromisos. Está lejos de la consigna que proclama Jesús: "Vuestro lenguaje sea ´sí´, ´sí´, ´no´, ´no´ ". (Mt 5, 37)

Como respuesta al tiempo, Schoenstatt se siente llamado a luchar por una auténtica libertad; por esa libertad que nos define como persona humana e hijos de Dios. Por la libertad que encarnó María, la Inmaculada. Esa fue la meta que Schoenstatt persiguió desde el inicio, formulada ya en el "Programa" del Acta de Prefundación (1912): "Bajo la protección de María, queremos autoformarnos como personalidades libres, sólidas y sacerdotales". El esfuerzo pedagógico del P. Kentenich se concentró en educar hombres libres, libres de esclavitudes y libres para amar. Todo el desarrollo y la historia de Schoenstatt se pueden considerar como una continua lucha por la perfecta libertad.

Ser libre "de"

La libertad que caracteriza al hombre nuevo abarca dos dimensiones: ser libre "de" y ser libre "para".

La libertad que Cristo nos trajo es la liberación de toda esclavitud: del pecado, del ansia de poder y de tener, de la angustia y del temor, del egoísmo y de la masificación, de instintos desordenados, de aquellas ataduras que nos aprisionan interiormente y nos arrastran a una existencia indigna; libres, sobre todo, del pecado, para poder optar por aquello que constituye nuestro verdadero bien y felicidad.

Este proceso de liberación no se da sin renuncia y sacrificio. Por eso una espiritualidad y una ascética de la libertad, siempre debe incluir en su programa la educación a la renuncia: el sarmiento debe ser podado para que dé más fruto (cf Jn 15, 2).

Ser libre "para"

La segunda dimensión de la libertad es la libertad "para". Ser libres no significa ser un volantín suelto, al cual el viento lleva de un lado a otro. La libertad no es ausencia de compromiso; es, más bien, capacidad y voluntad de compromiso.

El hombre nuevo es un hombre que ha aprendido a decidir, a tomar posiciones, a optar. Esto implica un proceso interior: debe aprender a discernir, a dar el paso de decidir u optar (si se trata de decidir entre dos o más opciones) y luego, a realizar lo decidido. Esta realización es el complemento natural de la decisión: el hombre libre quiere realizar por sí mismo, quiere ser gestor y no simplemente un tornillo de una máquina que ordena. Quiere "vivir" y no ser simplemente "vivido".

La capacidad de decidir es la esencia misma de la libertad. Es lo que llamamos libertad interior, la cual se perfecciona en la libertad "exterior" o de realización.

La libertad de realización o exterior se nos puede quitar u obstaculizar por medio de la violencia o por otros medios. Lo que sí nunca se nos puede quitar es nuestra libertad interior. Ese es el sentido del martirio de cristianos que prefirieron morir antes de cambiar su opción por Cristo, de doblegar sus convicciones o claudicar de sus principios.

Schoenstatt persigue esta meta: encarnar un hombre nuevo o una personalidad "que tenga alma" o "interioridad", y que, a partir de esa interioridad (o libertad interior) sea capaz de autodecidir y que, por ello, sea responsable de sus decisiones y de sus actos.

Libertad y formas

El P. Kentenich propone dos formulaciones que expresan el sentido de la libertad del hombre nuevo. Afirma:

"El hombre nuevo es la personalidad autónoma, de una gran interioridad, animada por una voluntad y disposición a decidir por sí misma; es el hombre responsable ante su propia conciencia e interiormente libre, que se aleja tanto de una rígida esclavitud a las formas como de una arbitrariedad que no conoce las normas" (fuente).

Explica así que el hombre nuevo schoenstattiano no se encierra y anquilosa en formas que le han sido impuestas desde fuera (por el ambiente, por tradición, por la moda, por el qué dirán, por presiones políticas o económicas, etc.) o formas que no cuentan con un respaldo vital, haciendo de ellas costumbres o ritos sin alma. Sin embargo, también sabe que ciertas normas y formas son necesarias para sí mismo y para la convivencia social. Éstas, y también las formas que recibimos por tradición pero que asumimos por el sentido profundo que encierran, las asume y cultiva ejerciendo en ello su libertad.
En otra definición el P. Kentenich afirma que "el hombre nuevo es el hombre comunitario y sobrenatural, que asume, a partir de su propia interioridad y en forma radical, todas las vinculaciones queridas por Dios" fuente).

Como se dijo, el ser libres "de" está orientado –y esto es lo esencial- a ser libres "para". El sentido de la libertad es la autodecisión por el propio bien y felicidad. Nos decidimos por algo que estimamos bueno para nosotros. Ahora bien, nuestro mayor anhelo –como seres hechos a imagen y semejanza de Dios- es amar y ser amados; el sentido básico de nuestra libertad es amar, la donación de nuestro yo a un tú para entrar en comunión con él. Somos personas destinadas a entrar en comunidad. En otras palabras: el ideal del hombre nuevo schoenstattiano es ser "libres para amar".

e. El hombre nuevo, un hombre comunitario

El hombre nuevo en la nueva comunidad es el ideal que Schoenstatt persigue. Este hombre nuevo, por definición, es un hombre libre, arraigado en una comunidad. Tanto desde el punto de vista natural como sobrenatural somos esencialmente un ser social. Desde nuestra concepción, estamos atados y enraizados en la comunidad. Literalmente lo estamos en el seno de quien nos concibió. Al nacer, somos enteramente dependientes de la familia y comunidad que nos acoge. Nos desarrollamos y alcanzamos nuestra realización personal en la medida que entramos en comunión con otras personas capaces de amar y necesitadas de amor como nosotros mismos lo somos.

Como criaturas, hechas a semejanza del Dios Uno y Trino, Comunidad de Amor infinita, nunca seremos nosotros mismos sino en comunidad. Esta realidad se hace aún más profunda y radical desde el momento en que por el bautismo fuimos injertados en Cristo Jesús, y por él pasamos ser "familiares de Dios", miembros de la Iglesia, que es su Cuerpo.

Esta vocación "relacional" o comunitaria del hombre sufre en nuestro tiempo un duro trance. Cada día se muestra con mayor intensidad una crisis cultural donde el individuo se ha convertido a menudo en tornillo de una máquina, en un número anónimo dentro de la masa, en un factor de producción, un consumidor, que es utilizado, manipulado, y muchas veces ultrajado en su dignidad. Por otra parte, nunca la humanidad había contado con medios de comunicación tan potentes, variados y sofisticados como hoy contamos. Nunca hemos estado más cerca unos de otros, pero, al mismo tiempo, nunca hemos estado interiormente tan distantes unos de otros. El individualismo y la masificación son sellos característicos de nuestra época. Estamos inmersos en una sociedad poseída por el ansia de tener y dominada por un espíritu de competencia extraordinariamente poderoso; una sociedad "hecha pedazos", como la califica el Papa Juan Pablo II. (fuente).

El P. Kentenich afirma que en nuestro tiempo estamos sufriendo los estragos de una bomba atómica más dañina aún que la que destruyó Hiroshima y Nagasaki. Se refería a lo que él denomina "la desintegración del organismo de vinculaciones" o de relaciones interpersonales, tanto en el orden natural como sobrenatural. Desintegración que hoy carcome nuestra convivencia como una plaga. La red de vínculos de amor filial, fraternal, esponsal, familiar, comunitaria y social, red que permite que la persona se desarrolle, viva y trabaje sanamente, es decir, en forma humana y fecunda, se ha destrozado de modo nunca antes visto.

De allí la tremenda soledad y vacío interior del hombre contemporáneo. Es un ser desarraigado y vagabundo, perdido en el anonimato; psíquicamente desguarecido. Muchas veces, rodeado de todo tipo de comodidades, en construcciones confortables y dotado de todo tipo de medios económicos y técnicos, y, sin embargo, incapaz de contacto personal, y debido a esa misma incapacidad, ávido de compensaciones, de tener y de gozar; buscando saciar, por todos los medios, su sed de amor, lo más esencial que apetece el ser humano.

A este tipo de hombre quiere dar respuesta Schoenstatt con una búsqueda decidida de comunión y de solidaridad, tanto en el plano natural como sobrenatural. Schoenstatt tiene como programa cultivar por todos los medios el organismo de vínculos personales queridos por Dios. Quiere llevar a vivir en plenitud el llamado a ser uno en Cristo Jesús, a sabernos y sentirnos miembros los unos de los otros, conformando una comunidad donde se supere el vivir el uno contra el otro o yuxtapuesto al otro. O, lo que es peor, el uno indiferente frente al otro.

La nueva comunidad conoce y cultiva la comunidad de corazones, en la familia natural y en el mundo del trabajo, donde, más allá de las relaciones funcionales de producción, existe el aprecio y la responsabilidad personal por el otro. Su ideal es formar un nuevo tipo de comunidad donde el uno viva en, para y con el otro.
El P. Kentenich, estando prisionero en el campo de concentración de Dachau, compuso una oración en la que expresa el ideal de la nueva comunidad a la que aspiramos. Dice:

"¿Conoces aquella tierra cálida y familiar,
que el Amor eterno se ha preparado:
donde corazones nobles laten en la intimidad
y con alegres sacrificios se sobrellevan;
donde, cobijándose unos a otros,
arden y fluyen
hacia el corazón de Dios;
donde con ímpetu brotan fuentes de amor
para saciar la sed de amor que padece el mundo?" (Hacia el Padre, Nº 600)

Gestar esta verdadera "colonia del cielo" aquí en la tierra es lo que Schoenstatt pretende.

f. Un hombre filial

Una cultura indiferente ante Dios

Términos como "filial", "ser hijo" o "ser como los niños", no pertenecen precisamente al léxico del hombre actual. Son otros los conceptos que están en primer plano. La persona, se afirma, debe poseer autonomía; tiene que desprenderse de todo infantilismo o espíritu "niñoide"; debe ser y comportarse como un "adulto". Para eso él es dueño de su ser, de su cuerpo, de su destino, sin dependencia de un ser superior, que supuestamente nos creó y nos gobierna, dictando una ley moral obligatoria, a la cual debemos someternos.

Por otra parte, se dice, las tareas que nos apremian no parecieran justamente ser tareas para niños; urge luchar por la transformación de las estructuras sociales, políticas y por el progreso económico; urge producir y dominar el mundo con nuestra ciencia y nuestra técnica. Y éstas son tareas para "adultos", no para niños. La época oscurantista o primitiva de la humanidad, ya ha sido superada... es ya hora de que seamos dueños de nosotros mismos y de nuestro destino, dueños de esta tierra en la que vivimos, sin que tengamos que rendir tributo ni cuentas a ningún dios.

"La religión es el opio del pueblo", se repetía como un slogan hace algunos decenios. Hoy ya no se escuchan estos términos, ya no existe un "ateísmo combativo", más bien, se vive la indiferencia ante Dios, no se le considera, pues, se piensa, son otros los poderes que gobiernan el mundo. Que se crea o no se crea en Dios, no es relevante... Al hombre actual no le interesa ni le importa una relación de dependencia "filial" ante el Ser Supremo. Por último, se declara "agnóstico", no creyente y, por eso, libre para "vivir su vida".

La experiencia del hijo pródigo

Es verdad: si somos adultos no corresponde ni que pensemos ni que actuemos como los niños. Pero otra cosa muy diferente es que nuestra "adultez" signifique negar la realidad más radical de nuestra existencia. No nos hemos auto-generado, no es el hombre quien creó el universo. En lo más profundo de nuestro ser somos "criaturas" dependientes del Ser del cual procedemos. Somos seres "ab alio" (procedentes de otro) y por ello, seres "ad aliud" (orientados hacia otro), ontológicamente dependientes. Esto era lo que hacía decir a san Agustín: "Nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en ti, Señor".

Conocemos la experiencia del hijo pródigo... El corazón del hombre actual está inquieto, más aún, está angustiado, estresado, porque, a semejanza del hijo pródigo de la parábola del Evangelio, ha abandonado la casa del Padre. En ella Cristo describe en forma clásica el drama de nuestra cultura: hemos dejado la casa del Padre, hemos cortado el cordón umbilical, el vínculo filial que nos une al Padre, en busca de lo que creemos es nuestra plena y "verdadera" libertad.

El hombre filial, un hombre verdaderamente nuevo

En este contexto histórico y cultural propone el P. Kentenich un tipo de hombre nuevo, para el cual la filialidad constituye lo más hondo y radical de su existencia. De esta forma proclama y coloca en primer plano el hecho más sustancial de nuestra redención: ya no somos esclavos del pecado y de la rebeldía, sino, por Cristo y en él, por su muerte en la cruz, hemos recobrado nuestra relación de hijos ante Dios Padre. De esta forma se sitúa, al mismo tiempo, al ser humano en lo que verdaderamente es como criatura ante el Dios Creador.

El hombre filial, a diferencia de la gran mayoría de nuestros contemporáneos, se sabe y se siente hijo de un Dios que es Padre en el más pleno sentido de la palabra. Somos criaturas que hemos recibido por el bautismo, el Espíritu Santo, el cual nos hace hijos de Dios. Hemos sido, al decir de san Pablo, injertados en Cristo, el Hijo unigénito de Dios Padre. El drama del pecado, de la desobediencia, de ese dar la espalda a Dios, ha sido superado por Cristo Jesús. Por él hemos llegado a ser hijos de Dios Padre. De un Padre infinitamente sabio, poderoso y misericordioso. De un Padre que nos ama entrañablemente y que lo único que desea es nuestra felicidad y plena libertad.

Nuestro mundo materialista y centrado en el más acá, niega o desconoce estas realidades. Una frase de Tagore, citada a menudo por el P. Kentenich, dice así: "La desgracia más grande del hombre actual es haber perdido su sentido filial ante Dios" (fuente). Schoenstatt pone todo su empeño en revertir esa realidad, busca abrir el alma del hombre actual a la gracia de la filialidad, del ser niños ante Dios.

La pérdida de la actitud y del sentir filial ante Dios Padre hace del hombre moderno un ser a la deriva. Cortando el vínculo filial ante Dios, pronto se convierte en una cáscara de nuez a merced del oleaje de un mundo inhóspito; es un ser profundamente desguarecido; una persona que quisiera ser un titán, pero que experimenta como nunca su fragilidad, la angustia y la inseguridad. Puede luchar con los dientes apretados y tratar de imponerse con su propio poder ante la inclemencia del tiempo; cree poder dominarlo todo, pero interiormente se destruye, queda vacío y solitario en su afán de superhombre; y se derrumba finalmente como Prometeo desde la altura de su orgullo.

Hemos perdido la lozanía del alma de los niños: no nos admiramos de nada ni de nadie; desconocemos la riqueza de aquellos pobres de espíritu que el Evangelio proclama felices. Preocupados de nosotros mismos, no sabemos lo que es confiar y amar. Estamos preocupados por asegurarnos, por defendernos. Nos parapetamos tras nuestras máscaras, luchando desesperadamente por ser más y producir más. Pero nuestra psique no resiste esta tensión. Por eso andamos ávidos de compensaciones, de experiencias, de sensaciones y emociones que nos regalen paz y felicidad, esa paz y felicidad que el hijo pródigo añoraba lejos de la casa del Padre.

Esta es la gran tragedia del hombre actual, a la cual el hombre nuevo schoenstattiano quiere dar respuesta. Quiere poner en práctica las palabras del Señor:

"Yo les aseguro que si no cambian y llegan a ser como los niños, no entrarán en el Reino de los cielos" (Mt 18,3); "porque quien no recibe el Reino de los cielos como un niño no entrará en él" (Mc 10,14).

En la misma dirección van las enseñanzas de san Pablo, cuando quiere llevarnos a superar el espíritu de esclavos:

"En efecto, todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, si compartimos sus sufrimientos, para ser también con él glorificados." (Rom 8, 14 ss).

La conquista del ser niños ante Dios

Ante la pregunta del cómo conquistar el ser "niños ante Dios", la confianza y la dependencia gozosa ante el Padre en Cristo Jesús, el P. Kentenich destaca dos caminos pedagógico-pastorales que nos conducen a esta meta.

Se trata, en primer lugar, de la experiencia de María. María, imagen perfecta del cristiano, nos enseña a decir al Padre: "Yo soy la sierva del Señor, que se haga en mí según tu palabra." Ella es el ejemplo luminoso que nos mueve a dar un sí libre y vigoroso, un sí filial, a la voluntad de Dios.
Pero ella no sólo es ejemplo de la actitud filial ante Dios Padre, ella también nos acoge y nos ama como verdadera madre nuestra. "María, Madre, despierta el corazón filial que duerme en cada hombre. En esta forma, nos lleva a desarrollar la vida del bautismo por el cual fuimos hechos hijos" (Doc. Puebla, n. 295). En María, amándola cálida y filialmente, recobramos en forma vital el sabernos y sentirnos hijos. Ella también nos ayuda a comportarnos como tales.

Por otra parte, el P. Kentenich destaca la importancia que reviste la vivencia paterno-filial en el plano natural. Gran parte del ateísmo y lejanía de Dios, propia del hombre actual, se remite, desde el punto de vista psicológico, a la experiencia negativa de la paternidad y de la autoridad en el plano natural. Por eso, afirma el P. Kentenich, si queremos vivir y cultivar nuestra relación de hijos ante Dios es preciso que se dé un renacer, una nueva experiencia de la paternidad y de la filialidad en el orden natural.

La gracia también en esto presupone la naturaleza, la sana y la eleva. La gracia de la filiación y de la actitud filial, requiere como base y como puente, desde el punto de vista psicológico y pedagógico, una nueva imagen, una nueva actitud, un nuevo actuar del padre en la familia. Éste está llamado a ser imagen viva y transparente de la paternidad de Dios. Si la vivencia de paternidad es negativa, esta vivencia hará difícil, bloqueará psicológicamente nuestra relación filial con Dios Padre. Si en cambio, la vivencia paterno-filial es positiva, entonces permitirá abrir mucho más fácilmente nuestro corazón a la alegría liberadora del ser "como los niños" ante Dios.

g. Un hombre marcadamente apostólico

Schoenstatt es un Movimiento esencialmente apostólico: quiere formar apóstoles comprometidos, capaces de encender también en otros el mismo celo apostólico. Por eso el P. Kentenich reza en las oraciones del Hacia el Padre:

Danos, Padre, arder como un fuego vigoroso,
marchar con alegría hacia los pueblos
y, combatiendo como testigos de la Redención,
guiarlos jubilosamente a la Santísima Trinidad. (HP, 12)
Así el fundador de Schoenstatt hace suyo el anhelo de Cristo: "Yo he venido a traer fuego a la tierra y qué he de querer sino que arda". (Lc 12,49)

Desde mediados del siglo XX hasta nuestros días, se ha venido repitiendo en la Iglesia, cada vez con mayor insistencia, el llamado misionero, especialmente a los laicos. El Concilio Vaticano II (1962-65) marcó un hito en este sentido. Con mucha fuerza y claridad urge a los laicos a asumir su deber y su
derecho a evangelizar. Los sacramentos del bautismo y de la confirmación los facultan para ejercer un activo compromiso apostólico, participando así de la triple misión de Cristo: su misión pastoral, sacerdotal y profética.

Desde el Concilio somos testigo del despertar del laicado. Han surgido múltiples iniciativas apostólicas y movimientos eclesiales que atestiguan una auténtica irrupción del Espíritu Santo. Sin duda el sello apostólico y misionero será decisivo en la configuración de la Iglesia en el tercer milenio.

La Iglesia tiene que dar hoy un paso adelante en su evangelización; debe entrar en una nueva etapa de de dinamismo misionero, afirma el papa Francisco (iglesia "en salida").

En esta nueva etapa histórica, los cristianos no sólo deben asumir el papel apostólico y misionero que les corresponde, sino también están llamados a responder al extraordinario desafío evangelizador que entraña un mundo secularizado y envuelto en una espiral de desarrollo y cambios como nunca antes se había experimentado.

La carencia de un serio compromiso apostólico en el pasado, tuvo como consecuencia que importantes áreas del desarrollo científico, técnico, social, económico y cultural quedasen marginadas de la influencia clarificadora y orientadora de la Buena Nueva de Jesucristo. Así nos encontramos hoy ante un mundo cada vez más materialista e indiferente frente a Dios. La brecha que separa fe y cultura se ha hecho tremendamente profunda y difícil de superar.

Juan Pablo II ha reafirmado este imperativo señalando un ferviente llamado a una nueva evangelización. Con energía muestra su novedad: es "nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión" (Alocución del 9.03.1983 en Haití).

Schoenstatt, adelantándose a lo que la Iglesia viviría a partir de la segunda mitad del siglo XX, desde sus comienzos se sintió llamado a tomar la bandera del apostolado. Como movimiento apostólico quiso comprometerse a luchar por "la renovación religioso-moral del mundo en Cristo", haciendo suyas las banderas que, decenios más tarde, enarbolaría la Iglesia post conciliar.

Ya en los primeros tiempos, el P. Kentenich previno del peligro que se considerase a Schoenstatt como un club de autosantificación. Schoenstatt es un movimiento, no una organización estática; es un organismo eminentemente dinámico. Es un movimiento apostólico, impulsado por una fuerte conciencia de misión y orientado al compromiso evangelizador. Más aún, es un movimiento apostólico de renovación, que quiere animar eficazmente la vida de la Iglesia, para que ésta sea alma del mundo y plasme una nueva cultura. Nada más ajeno a la naturaleza de Schoenstatt que encerrarse en sí mismo, desentendiéndose de los desafíos que plantea el tiempo actual al cristianismo.

Cuando la Virgen María regala en sus santuarios las gracias del cobijamiento espiritual y de la transformación interior, es para hacer de nosotros verdaderos apóstoles, instrumentos aptos en sus manos y enviarnos a trabajar en la viña del Señor. Nuestra Madre y Reina, la Compañera y Colaboradora de Cristo en toda su obra redentora, anhela que cooperemos con ella y como ella en la obra redentora de Cristo.

Durante la primera guerra mundial, cuando recién estaba naciendo Schoenstatt, entre los primeros congregantes circulaban las "Oraciones Apostólicas", compuestas por el P. Kentenich. En su sencillez, reflejan el espíritu que anima al Movimiento también hoy:
Madre Tres Veces Admirable,
enséñanos a combatir como luchadores tuyos,
y que, a pesar de la multitud
de poderosos enemigos,
en nuevos confines
los pueblos se pongan a tu servicio
para que el mundo por ti renovado
glorifique a tu Hijo Jesús. Amén. (HP, 607)

La vocación apostólica y misionera de Schoenstatt se afianza más y más a medida que éste va tomando forma a la sombra del santuario. Durante el tiempo de Dachau el carácter apostólico del Movimiento de Schoenstatt es ya una realidad hecha vida. Por eso, en el campo de concentración, el fundador puede rezar esta oración:

Schoenstatt porte valerosamente
hasta muy lejos tu bandera
y someta victorioso a todos los enemigos;
continúe siendo tu lugar predilecto,
baluarte del espíritu apostólico,
jefe que conduce a la lucha santa,
manantial de santidad en la vida diaria;
fuego del fuego de Cristo,
que llameante esparce centellas luminosas,
hasta que el mundo, como un mar de llamas,
se encienda para gloria de la Santísima Trinidad. Amén. (HP, 498-500)

En sus viajes internacionales, después de la segunda guerra mundial, el P. Kentenich, con gran intuición sobrenatural, descubre el potencial apostólico que existe en América Latina. Pudo seguir de cerca el deterioro moral y religioso de Europa, y estaba convencido de que los pueblos latinos, que durante siglos permanecieron más bien pasivos y receptivos, debían ahora asumir una decisiva responsabilidad histórica. Por eso llamó al Schoenstatt latinoamericano a enfrentar un extraordinario desafío misionero. Con ello se adelantó a lo que, más tarde, los Papas proclamarían al referirse a América Latina, como "el continente de la esperanza" para la Iglesia universal.