4. c. La pedagogía de libertad

P. Rafael Fernández

c. La pedagogía de libertad

En la metodología pedagógica de Schoenstatt ocupa un lugar central la libertad. Nos guiamos por la gran meta de forjar un hombre libre, que sabe asumir la responsabilidad de autoeducarse. La tarea del educador es justamente fomentar esa autoeducación. Esto supone que busca despertar en las personas su libertad, es decir, su capacidad de autodecidir y de poner en práctica lo que han decidido.

Toda la pedagogía del ideal y del amor tiende a forjar ese tipo de personalidades que son el polo opuesto de una sociedad masificada que desconoce la auténtica libertad.

En nuestros días se proclaman, bajo el nombre de libertad, los conceptos más variados y ambiguos. Ser libre, para muchos, equivale a no estar sujeto a ninguna norma y a desconocer un orden objetivo. Por eso reina el relativismo, según el cual cada uno decide de acuerdo a su parecer subjetivo o simplemente según sus "ganas". Libertad resulta así sinónimo de libertinaje,  relativismo, ambigüedad e individualismo.

Tampoco hoy se tiene claro el objetivo de la libertad. Se opina que la libertad consiste en desligarse de normas y ataduras, en no someterse a parámetros que contradigan nuestros propios intereses individuales y egoístas.

Por otra parte, las personas no saben dar un sentido a su libertad. ¿Por qué cosas optan? ¿Qué persiguen? Reina en esta línea la desorientación, el zigzagueo entre una meta y otra; la consecución de fines mediocres que no ennoblecen a las personas, sino que las nivelan a lo que exige menor esfuerzo.

Se ha dado un marcado proceso de cambio de una pedagogía rígida, de obligaciones y de cliché, a una pedagogía del “laissez faire”, dejar hacer, que desemboca, no raras veces, en el libertinaje. La pedagogía que Schoenstatt propone transita por otra senda.

Cuando hablamos de pedagogía de libertad, entendemos por ello que el educador enseña a optar por el bien, por aquello que realmente conviene y ennoblece nuestra personalidad. El educador promueve y ayuda a los suyos a que aprendan a orientarse por valores que den sentido a su vida y que sean capaces de tomar decisiones que muestren coherencia con estos valores; que los educandos se capaciten para formarse un juicio personal de acuerdo a lo que la razón y la fe le dictan y que luego sepan actuar de acuerdo a la decisión u opción que han tomado. El educador acompaña.

En todo esto la ayuda del educador es decisiva. Si los educandos no cuentan con espacios de libertad, donde aprendan a decidir, o si todo se les da hecho, si todo ya está determinado y normado, entonces su personalidad terminará siendo débil y raquítica.

La praxis de la pedagogía de libertad incentiva a las personas a pensar en forma autónoma, a formarse conceptos propios sin repetir slogans ni dejarse llevar “por lo que todos piensan y hacen”. Deben aprender a analizar y discernir la realidad, enfrentando los desafíos que ésta plantea.

Por esto, al aplicar esta pedagogía, el educador pone especial interés en enseñar a pensar y a autodecidir. Crea espacios de libertad para ello. Promueve y estimula, pero no toma decisiones en lugar de los demás, y menos aún realiza él lo que es responsabilidad de los suyos.

Ciertamente este “dejar espacio para la libertad” no quiere decir que no existan normas u obligaciones. Al contrario, si éstas no existiesen, no se darían las condiciones necesarias para el sano desarrollo de la persona y la comunidad. Pero estas normas o “rayado de cancha” no son ni lo más importante ni lo dominante en el proceso pedagógico.