6.3. Autoformación y ascesis

P. Rafael Fernández

3. Autoformación y ascesis.

Cuando se habla de autoformación, se supone que tenemos una visión determinada del hombre y de la espiritualidad correspondiente a esta visión.

Por la fe adherimos a la visión del hombre que nos muestra el Evangelio. De esta recepción de la Buena Nueva brota en nosotros la vida del espíritu que Dios ha infundido en nuestra alma. La gracia de Dios nos regala un nuevo ser que se expresa en la espiritualidad que nos anima como cristianos.

La vida del espíritu, o espiritualidad, está centrada básicamente en las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. Ésta ha ido tomando diversas formas a lo largo de los siglos en la medida que personas y comunidades han acentuado determinadas facetas de la vida y del quehacer que implica ser consecuentes con la Buena Nueva. Así, por ejemplo, surgieron en la Iglesia la espiritualidad benedictina, carmelita o ignaciana, etc. Schoenstatt, a semejanza de estas comunidades o familias eclesiales, posee también una espiritualidad original que lo caracteriza.

Ahora bien, a través de la autoformación el cristiano asume y cultiva la espiritualidad evangélica, hace suya la fe y busca desarrollarla y aplicarla en su vida. La labor que realizan los agentes pastorales, los educadores o quienes evangelizan, motiva e induce a que cada persona asuma activamente y cultive, la vida del espíritu. (Cf. Efesios 4, 15; 2 Pe 3, 18)

Se nos transmite la fe y se incentiva en nosotros la vida del espíritu. Pero esta transmisión de la fe sería ineficaz y quedaría infecunda si cada cristiano no la asumiese activamente. En otras palabras, la acción de factores pedagógicos externos, de la hetero-pedagogía (la educación que otros nos imparten) debe ser complementada por la autoformación.

Esta autoformación puede llevarla a cabo la persona sin adscribirse a una espiritualidad determinada, o bien, adhiriendo a una concreta. Es decir, puede ella misma guiarse por la enseñanza y valores que nos entrega el Evangelio, o seguir el camino que le ofrece, por ejemplo, la espiritualidad carmelita, franciscana, schoenstattiana u otra espiritualidad con la cual se sienta especialmente identificada.

Ahora bien, cada espiritualidad desarrolla formas concretas y prácticas que canalizan y ayudan a llevar una vida coherente con la fe que se profesa. El Evangelio es exigente; pide un cambio de vida, requiere despojarse del hombre viejo y revestirse del hombre nuevo, creado según Cristo Jesús (Cf. Efesios 4, 17-32). De ahí que la autoformación requiera de medios y prácticas especiales que fomenten y aseguren el crecimiento y fortalecimiento de nuestro ser y actuar como cristianos.

Esta dimensión de la espiritualidad se denomina ascesis (ascética) y se concreta en medios ascéticos. Las diversas espiritualidades que han surgido a lo largo de los siglos, en la medida que se desarrollaron fueron gestando una determinada metodología o ascesis.

Ascesis es una palabra de origen griego que significa esfuerzo metódico para conseguir algo. Ambas cosas, esfuerzo y método, son constitutivos de las ascesis. Palabras afines a ésta son: lucha, combate, disciplina, mortificación. En nuestro caso, se trata de una ascesis no en general, sino cristiana, es decir, de un esfuerzo metódico que demanda el seguimiento de Cristo Jesús.

La necesidad de prácticas ascéticas concretas se fundamenta en la necesidad de que el espíritu se encarne o se traduzca en un estilo de vida, a fin de que no se “volatilice” y termine extinguiéndose. (Cf Mt, 7, 21-27)

Se trata de llevar a la práctica el cambio de vida que exige el Evangelio. Porque la fe sin obras estaría muerta; la caridad sin obras no sería un verdadero amor cristiano; porque no habría esperanza ni confianza real sin que estas actitudes se expresasen y plasmasen en un estilo de vida cristiano. Una espiritualidad que no se traduce en costumbres y formas de vida pronto se desvanece y termina extinguiéndose. Con razón dice Jesús: «No todo el que me diga: `Señor, Señor', entrará en el Reino de los Cielos, sino aquel que haga la voluntad de mi Padre. (Mt 7, 21) De allí que el cristianismo, desde su inicio, se haya mostrado como un “camino” y normas de comportamiento concretas (Cf Gal 5, 13-25; Rom 8, 1-13).

Pero hay algo más. Si es verdad que el espíritu requiere siempre de formas que lo protejan y expresen, esto se hace aún más necesario al considerar que existen en nuestra alma factores que nos impulsan en una dirección contraria a los valores del Evangelio o a la vida según el espíritu del Señor. Es necesario despojarse del “hombre viejo” y revestirse del “hombre nuevo” creado según Cristo Jesús.

Cada persona cuenta con el peso negativo que ha dejado en nuestra naturaleza el pecado original. Estamos heridos en nuestra afectividad, en nuestros instintos, en nuestra voluntad e inteligencia. A estas heridas se suman las consecuencias que ha dejado en nosotros el pecado personal. Por eso el Señor llama con tanta fuerza a la conversión, afirmando que quien quiera ser su discípulo debe tomar la cruz, negarse a sí mismo y seguirlo. Por eso también san Pablo muestra la vida cristiana como un combate y una carrera en el estadio que exige “ascesis”, es decir, un training semejante al del deportista, que requiere disciplina, renuncia y esfuerzo metódico para alcanzar su meta.

Este proceso, que demanda sacrificio y renuncia, despojo de nuestro yo egoísta y dominio de nuestros instintos desordenados, se lleva a cabo a través de la ascesis y de la aplicación de los medios ascéticos que ésta nos proporciona.

Siempre el cultivo de la espiritualidad cristiana ha incluido en su programa formas de vida exigente, prácticas de mortificación y renuncias. Cada espiritualidad incluye la ascesis y los medios ascéticos. Las diversas comunidades y movimientos eclesiales son siempre concretos en este sentido.

Ciertamente se han producido exageraciones y unilateralidades en la vida cristiana, que han dado origen a lo que se denomina el “ascetismo” o se ha caído en el formalismo, donde predominan, por sobre la vida del espíritu, renuncias y mortificaciones que contradicen el espíritu evangélico, formalismos que terminan ahogando y matando al espíritu.

Así como Schoenstatt posee una espiritualidad que le es propia y un sistema de autoformación propia, posee también formas o medios ascéticos propios. En concreto: el Ideal Personal, el Horario Espiritual, el Examen Particular, la confesión regular y la Cuenta de Conciencia al confesor.

“Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce al error, antes bien, con la sinceridad en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por la colaboración de los ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, para el crecimiento y edificación en el amor. (Ef 4, 14-16)

“Despojados del hombre viejo con sus obras, os habéis revestido del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento pefecto, según la imagen de su Creador, donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos”. (Col 3, 10-11)

“¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado. (1 Cor 9, 24 -27)

“«No todo el que me diga: `Señor, Señor', entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán aquel Día: `Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?' Y entonces les declararé: `¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!'

«Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina.» (Mt 7, 21-27)