Homilía del padre Carlos Padilla - 17 de marzo

Domingo 17 de marzo de 2024 | Carlos Padilla

V Domingo Cuaresma

Jeremías 31, 31-34; Hebreos 5, 7-9; Juan 12, 20-33

«Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre»

17 marzo 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«¿Tengo más paz al final de estos días de Cuaresma? ¿A quién le he entregado con gratitud mi limosna, mi amor, mi tiempo? ¿Dónde ha hecho el ayuno mi vida algo más sagrada?»

Se acerca el final de la Cuaresma y me da miedo haber perdido el tiempo. Es el último domingo antes del domingo de Ramos. El último paso de mi caminar por el desierto. ¿Me he convertido? Comencé estos días con el beso de Jesús en forma de una cruz de ceniza. Y sentí que con eso me iba a convertir de golpe y la vida iba a ser diferente. Soñé por un instante con una oportunidad para cambiar de verdad, desde dentro hacia fuera. Luego la vida se fue complicando. Los días corrieron ante mi mirada aturdida. Y sentí que el tiempo se me iba. Una semana tras otra desgranando mi desierto. Mi tiempo de conversión, de búsqueda, de encuentro. Mi tiempo de silencio y descanso en Dios. ¿Tengo más paz al final de estos días? ¿Qué me ha susurrado Dios al corazón cuando he sido capaz de hacer silencio? ¿A quién le he entregado con gratitud mi limosna, mi amor, mi tiempo? ¿Dónde he visto que el ayuno ha hecho mi vida algo más sagrada? Quizás comencé pensando que los días me irían haciendo más del cielo y menos del mundo. Sobreestimé mis fuerzas y mi sabiduría. No guardé tanto silencio y no vi el sacrificio como una oportunidad para desprenderme de todo lo que me podía hacer daño. Continué enganchado a mis adicciones y me siguieron preocupando cosas sin importancia. Mi orgullo siguió siendo fuerte en mí, y eso que Jesús me recuerda continuamente que tengo que ser más humilde, más pobre, más niño. Desoí sus consejos cuando me gritaba que podía cambiar si me dejaba. No me dejé, me volví huidizo. Quiero aprender a aburrirme sin tener que mirar la pantalla para sentirme a salvo y seguro. Como si mi vida fuera mejor cuando hago cosas, cuando soy útil. Pretendo producir, conseguir cosas. Quizás el desierto no sea eso. Y consista más bien en dejar pasar las horas ante mí sin prisa, sin buscar resultados. Y si no sucede nada no importa. Comenta S. Francisco de Sales: «En una palabra, la devoción no es más que una agilidad y una viveza espiritual, por cuyo medio la caridad hace sus obras en nosotros, o nosotros por ella, pronta y afectuosamente, y, así como corresponde a la caridad el hacernos cumplir general y universalmente todos los mandamientos de Dios, corresponde también a la devoción hacer que los cumplamos con ánimo pronto y resuelto». Una agilidad espiritual para entender a Dios y sus planes ocultos. Agilidad para cambiar mis planes y emprender otros nuevos. Agilidad para aceptar la vida como es, sin detenerme siempre en lo que pudo haber sido, en lo que nunca fue. Agilidad para buscar qué más puedo hacer, qué más puedo dar. Agilidad para correr detrás del amor de Dios por los caminos. Esa agilidad interior es la que deseo. Que el amor recibido sea el que me impulse a amar más, a darme sin pausa en esa búsqueda preciosa del amor de Dios en mi vida. Para el Papa Francisco la verdadera devoción «es, más bien, un estilo de vida, un modo de ser en lo concreto de la existencia cotidiana». El hombre religioso vive de una manera diferente. Esa forma de estar en el mundo es lo que los demás ven. Cuando actúo movido por Dios pueden observarlo y preguntarse qué es lo extraordinario que hay en mi corazón. No es nada tan maravilloso, sólo la docilidad para escuchar a Dios. Pero si vivo fuera de mí volcado en el mundo y en las pantallas no podré cuidar mi mundo interior, no dejaré que Dios entre hasta las cavernas más ocultas de mi vida. Allí puede entrar Dios, allí quiero dejar que entre. Que baje hasta lo más hondo, que se adentre en mi interior y me busque. Ese Dios al que busco en Cuaresma es el que me muestra el sentido de mi vida. Dios puede hacer las cosas mejor. Puede hacer que todo lo que yo hago valga la pena. Puede cambiar la realidad, puede hacer milagros con mi vida. Me queda poco tiempo para que comience la Semana Santa y aún pueden ocurrir milagros en mi vida. Puede darse esa conversión que siempre vivo anhelando. Un cambio hondo y profundo que me transforme para siempre. Quiero vivir cada día de la Semana Santa como una oportunidad para vivir cerca de Jesús. En Betania Jesús descansó con los suyos. Esta Semana Santa quiere Jesús que yo sea su Betania. Quiero estar cerca de Él en medio de su dolor para saltar de alegría a su lado el día de la Resurrección. Anhelo ese día con toda mi alma y sé que Jesús nunca me va a dejar solo en medio de la oscuridad que viene. Es sólo el preludio de la luz que traerá la vida eterna.

¿Cuáles son las cosas importantes en esta vida? ¿Qué es lo que en verdad debería importarme? No siempre sé lo que importa más. Elijo de acuerdo con mis prioridades y veo que no siempre son sanas esas prioridades que elijo. Soy torpe a la hora de pensar dónde está Cristo en medio de mis pasos. ¿Cómo puedo llegar a la meta soñada? Brotan los miedos. El temor más grande me hace pensar que mis equivocaciones me pierden. Cometo errores y me alejo del bien que busco. Me gustaría saber elegir siempre con prudencia y claridad. Siempre se dice: «Lo que somos es consecuencia de nuestras decisiones». Es cierto, para bien o para mal. Miro mi historia y todas las decisiones tomadas. Algunas no las volvería a tomar nunca. Otras las elegiría de nuevo. Habrá heridas en mi alma causadas por mis errores, o heridas en otras personas amadas. Yo soy responsable de lo que elijo, no puedo echarle la culpa a nadie más. Acepto que no siempre las cosas van a resultar bien mientras trato de elegir lo que me conviene. No sé si he puesto a Dios en el centro al decidir. O simplemente he optado por lo cómodo, por lo fácil, por lo que me pedía el corazón en ese momento. No quiero esperar a que los demás aplaudan mis decisiones. Habrá críticas y juicios haga lo que haga, elija lo que elija. Hay una costumbre muy común de opinar sobre la vida de los demás. Me gusta decir si lo han hecho bien o mal, si están yendo por el camino correcto o por el equivocado. Me convierto en juez de comportamientos. Opino de lo que no me compete. Soy un sagaz observador de otras vidas. Cuando caigo en esa tentación dejo de vivir bien mi vida. No tengo que agradar a todos con las cosas que decido. No les va a gustar todo lo que hago o emprendo. Quiero pensar que mis decisiones son consecuencia del deseo de amar y dar la vida. Hacerlo todo bien no es posible. Elegir siempre lo mejor no resulta. En cualquier caso le pido a Dios que me ilumine y me muestre el mejor camino a elegir. Para ello tengo que decidir con calma, sin precipitarme. Quiero hacer silencio para saber qué es lo que me conviene. Mirando hacia atrás veo mi historia y siento que es sagrada. En ella está Dios cuidando mis pasos. Él me quiere con todas mis decisiones, con todos mis errores, con mis pecados. Soy lo que soy por las decisiones y los pasos que di. Hoy escucho: «Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñarse unos a otros diciendo: - Conoced al Señor, pues todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor —oráculo del Señor—, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados». Si Dios pone su ley en mi corazón todo será más fácil. Si me dice lo que tengo que hacer antes de que lo haga. Si me abraza con fuerza para que no tema. Siempre va a estar a mi lado, especialmente cuando más perdido me sienta, cuando más turbado esté. Va a seguirme allí donde vaya. A veces pretendo decirle que yo le seguiré a Él. Y al final resulta que es Él quien siempre me sigue a mí. Por eso es sagrada mi historia, porque Él está en ella, no porque yo sea capaz de hacer que todo en mí sea santo, eso no es posible. Me gustaría tener un corazón puro. Hoy dice el salmo: «Oh, Dios, crea en mí un corazón puro. Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Oh, Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti». Un corazón lleno de Dios es puro. Un corazón hecho por su amor, por su Santo Espíritu. Con la alegría de saberme ya salvado en su presencia. Quiero conocer a Dios en mi interior. Allí está sosteniendo mis pasos y alegrando mi camino. Lo que he decidido es siempre lo mejor. Los pasos que he dado no van lejos de los de Dios. Sueño con una vida más feliz que la que tengo. Le pido al Señor en estos días santos de Cuaresma que venga a mí para iluminarme. Le pido que me libre de la culpa, que perdone todos mis pecados. Sabe cómo soy y me ama porque ve mi luz y mi verdad. Ve mi belleza escondida, esa belleza que yo no alcanzo a ver. Un corazón puro logra ver lo bello. Así quiero ser yo. Perdonado, salvado, amado. El perdón de Dios me hace mejor persona. Cuando me sé perdonado sin merecerlo, por pura misericordia, acabo mirando a los demás de la misma manera. Para eso tengo que ser consciente de mi pobreza y del don de Dios en mi vida. Viene a verme cada día. Sostiene mis pasos y me salva. No quiero que la tristeza se apodere nunca de mi alma. Su amor es más grande y me levanta por encima de todos mis miedos y fragilidades. Le pido que me indique las decisiones que más me ayudan. Que me regale la paz en todo lo que hago. Un corazón nuevo, un corazón hecho de su Espíritu en mi misma carne, desde mis heridas. Porque me ama con mis heridas y mis caídas, con mis torpezas y rebeldías. Me ha elegido sabiendo cómo soy y lo que hay dentro de mí. Me sostiene y me pide que confíe, que conmigo Él puede hacer obras grandes. En este tiempo de desierto, en el que el cielo se abre, le pido que me regale un corazón nuevo.

Una mirada ancha, profunda, llena de misericordia y de ternura. Una mirada que pasa por alto los errores y perdona las caídas. Una mirada que enaltece, alaba y engrandece al que se siente pequeño y desdichado. Una mirada profunda que me recompone por dentro. Una mirada de cielo en medio de mil tormentas. Una mirada de oasis cuando la sed aprieta. Una mirada hecha abrazo donde el corazón se salva. Como decía Edith Stein: «El alma de la mujer está moldeada como el refugio donde otras almas pueden desarrollarse». La mirada es esa puerta o ventana que me lleva a un refugio donde me desarrollo, crezco y me siento valiente. Porque el mundo me ha dejado herido con miradas de odio, de envidia, de rabia. Con miradas que se comparan conmigo y me juzgan por ser como soy, por ser distinto. Necesito que me miren de una manera que sienta que la paz vuelve a mi corazón. Que me miren de esa forma que me haga pensar que soy mejor de lo que soy. Cuando me dicen con los ojos que soy maravilloso y bello, sin serlo. La mirada crea una realidad o la mejora. No es lo que me pasa lo importante, sino la forma que tengo de ver lo que me sucede. No son las cosas que ocurren a mi alrededor las que cuentan, sino la manera que tengo para enfrentar los contratiempos y conflictos. Sin guardar rencor en el alma, sin sentirme agraviado. Una mirada de madre que me hace creer que puedo seguir siendo hijo hasta la eternidad. Una mirada comprensiva y misericordiosa cuando yo mismo no me comprendo ni perdono. Una mirada de súplica, cuando sólo tengo que dejarme llevar por el viento para llegar más lejos, para tocar más alto. Una mirada sanadora para que las heridas del alma no sigan abiertas. Un refugio es el alma de una mujer, de una madre, de una esposa, de una amiga, de una hija, de una hermana. Un refugio en el que otros puedan desarrollarse. Un hogar en el que logre echar raíces que se hundan en lo profundo de la tierra haciendo fecunda la entrega. No tengo miedo a mirar ni a ser mirado. Me detengo en los ojos que me miran. No desvío la mirada, me dejo mirar. No hay juicio en la mirada, y si lo hay, no es culpa mía. Yo no juzgo cuando miro. Si tan sólo pudiera ser más misericordioso al mirar, al abrazar, al sostener. Si lograra no criticar al que camina conmigo. No cierro los ojos cuando veo acercarse a mi hermano. No dejo que haya miradas duras que me hagan sentir incómodo. No quiero ser tan rígido que despida sin mirar al que no es como yo, al que no actúa como yo quiero que lo haga, al que no sigue la norma al pie de la letra. Es tan sencillo condenar actitudes y actos que veo en su apariencia. Detrás de una misma forma de proceder se esconden muchas intenciones diferentes. No juzgo el mundo desde mis ojos. Las cosas son las que son, lo que cambia es mi forma de verlas. Una mirada que levanta, una mirada que sostiene. Una mirada que me hace pensar que mi vida es perfecta. Quisiera caminar como quien mira el cielo en la tierra y ve ángeles en cuerpos humanos. Quisiera mirar a todos con bondad, sin poner en ellos intenciones que quizás no tengan, sin juzgar sus comportamientos, sin creer que desean algo distinto a lo que tal vez anhelan. Que no juzgue, que no trate mal a nadie, que no condene, que la rabia no nuble mi mirada. Que no eche a nadie a la fuerza, que no sea rígido en mi forma de ver las cosas, que actúe con infinita misericordia. Es tan sencillo creer que me quieren engañar y hacer daño. Mis heridas pueden hacer que pierda la inocencia y deje de creer en la bondad de todo ser humano. Nadie es totalmente malo. Nadie totalmente bueno. No todas las acciones tienen que ver con una intención clara. No todos los sueños se hacen realidad. No todas las vidas son vidas logradas. Hay demasiado dolor en este mundo para creer que un nunca me voy a sentir dolido. Algo podrá pasar y me herirán, o yo mismo heriré a otros con palabras o silencios, con desprecios o con gestos. Sueño con tener un alma más pura de la que tengo. No quiero sentirme humillado cuando me traten injustamente, o me miren como lo que no soy, malinterpretando mis palabras y mis gestos. Me duele la injusticia, y también la impunidad. Me duelen las difamaciones y las acusaciones falsas. Me duelen las mentiras que vierten sobre mí sin conocerme. Los juicios que pretenden saber quién soy sin habérmelo nunca preguntado. Me duele que hablen mal de mí cuando piensan que yo los amenazo. Por envidia o por rabia hacia mí, sin apenas conocerme. El juicio lleno de maldad me hace daño. No logro levantarme para ir a abrazar al que me ha herido. No logro salir de mi asombro ni de mi dolor. Es como si el tiempo se detuviera un instante y me dejara vacío. Basta una mirada para devolverme al refugio, a ese hogar donde puedo descansar y ser yo mismo. Basta una mirada para aceptar yo al que está perdido y no se siente en casa en ninguna parte. Bastan una mirada y una palabra de ánimo, de esperanza, para aquellos que creen que la vida no está hecha para ellos. No me gusta hablar más que lo que dicen mis acciones. Me siguen doliendo hoy mis incoherencias y mis inconsistencias. No encuentro paz en hacer las cosas de una forma perfecta. De nada vale mirar mal a mi hermano y condenarlo. Quiero aceptar con amor al que llega a mi lado.

El motivo que me hace celebrar la Semana Santa es que es una fiesta. Y lo era para todos los que, año tras año, iban a Jerusalén para celebrar la Pascua. Es un motivo de alegría antes que nada. El pueblo judío celebra esos días la liberación de la esclavitud a la que estaban sometidos en Egipto. Fueron liberados con mano portentosa. Durante cuarenta años anduvieron con sed y con hambre hasta llegar a la tierra prometida. Dudaron, tuvieron miedo, no querían morir. A veces deseaban regresar a Egipto, a esa comida segura cuando no eran libres. Cuando les daban su paga y comían y no tenían hambre. Sufrían en el desierto. Pero por fin entraron en la tierra prometida y todo cambió. Agradecieron y sintieron que la promesa que Dios les había hecho en su primera alianza se hacía realidad. Tenían una tierra rica y llena de privilegios. Eran un pueblo numeroso como las arenas de las playas, como las estrellas del mar. Y tenían a un Dios que había caminado cada día a su lado, regalándoles una profunda amistad llena de intimidad. Por eso el pueblo cada año se reunía para recordar que un día no habían sido felices, porque eran esclavos. Y pasaban de nuevo de manera simbólica el mar rojo, y marcaban con sangre las puertas de su casa para que el ángel exterminador no tocara a los primogénitos escogidos, y comían de pie, con prisas. Habían sido salvados y estaban alegres. Con el paso del tiempo el Verbo se hizo carne en Jesús. Y la alianza se hizo nueva para todos los elegidos por el amor de Dios: «Ya llegan días —oráculo del Señor— en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No será una alianza como la que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, pues quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor. Esta será la alianza que haré con ellos después de aquellos días». Un alianza nueva, un paso por el desierto diferente, una libertad nueva que me salva de mis esclavitudes. «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna». La obediencia de Cristo en la cruz es el paso de un nuevo mar rojo. Está marcado por su sangre derramada en la cruz, la sangre del Cordero que abre un camino hacia el cielo, hacia la vida eterna. Una alianza en la que la muerte es vencida y la vida se impone por encima de todo mal. Me impresiona esa presencia misteriosa del Dios salvador en la Pascua. El paso de Dios por mi vida. Vuelvo a marcar con sangre las jambas de mi puerta. Vuelvo a señalar estos días para que el Señor pase haciendo el bien y salvándome. Me ha elegido como su hijo y por eso me alegra celebrar la Pascua cada año. Lo que parece el mayor de los fracasos se convierte en el más supremo de los éxitos. Cristo vence en la cruz dejándose matar. Su humildad y su mansedumbre se convierten en el camino del cordero inocente que se deja matar. Es el camino que yo puedo recorrer en esta vida. Sé que sin humildad, sin humillaciones, sin fracasos humanos no hay salvación. En el declive de mi vida está la esperanza para que Cristo triunfe en mí. En mi forma de morir y aceptar la muerte. Comienza la Pascua y yo quisiera ver a Jesús como esos griegos de los que me habla el Evangelio: «En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: - Señor, queremos ver a Jesús. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús». Eran extranjeros. Paganos que no conocían al Dios de la primera alianza del pueblo de Israel. Ya la fama de Jesús se había extendido y querían saber de Él. Tal vez querrían ver milagros. Quizás esperaban ver a alguien poderoso. La fama siempre es engañosa. Muestra sólo una parte de mí, a lo mejor mi parte más insignificante. Soy mucho más que esa fama superficial que me precede. Mucho más que todo aquello que los que no me conocen puedan decir de mí. «Jesús les contestó: - Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre». Lo buscan por su fama, porque hace milagros, porque ha resucitado a Lázaro y ha dado de comer a miles que lo escuchaban. Lo siguen porque puede sanar las heridas de alma y devolver la esperanza al que la ha perdido. Seguir a Jesús puede ser algo confuso. Lo sigo porque trae buena suerte, porque da prestigio, porque logro así ser más famoso a su lado. Llego a creer que seguirlo me traerá éxitos humanos. Y me equivoco. Soy como esos griegos que no conocían a Cristo sino sólo por su fama. Llego a la Pascua este año y tal vez yo tampoco conozca de verdad a Jesús. No lo veo, lo sigo porque me da lo que me conviene. Porque hace milagros en mi vida. Porque me salva en grandes necesidades y me va mejor que a otros por seguir sus pasos. Y me creo que si lo sigo siempre me va a ir bien. Como los griegos, como los paganos, no conozco a Jesús aunque quiero verlo. Me gustaría mirarlo y dejarme mirar por Él. Me gustaría que me tocara con su mano al caer la tarde y lograra así que se disiparan todas mis nieblas interiores. Me siento tan débil, tan pequeño. Al caer la tarde llego a la Pascua buscando a Jesús como esos griegos. ¿Qué miedos traigo para que Él los calme? ¿Qué necesidades mueven mis pasos para celebrar estos días santos? Quiero que su mirada me devuelva la calma perdida.

Jesús habla del verdadero sentido de la vida: «En verdad, en verdad os digo: - Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará». El grano de trigo tiene que morir para ser fecundo. Si no hay muerte en mi vida no hay resurrección, no hay vida. La semilla que no se entierra y muere quedará infecunda. La vida que no se da se pierde. El que se guarda se queda sin vida. Pienso que se trata de amar hasta el extremo. Hay que darlo todo sin esperar recibir nada a cambio. Renunciar por amor a Dios, a los hombres, a mi hermano. Morir y dejar que otro viva. Renunciar por amor para que otro tenga. Sacrificarme para dar vida a los demás. Si el corazón no se involucra en mi forma de vivir la fe querrá decir que todavía no vivo en Dios. Decía el P. Kentenich: «Si el cristianismo se queda detenido actualmente casi en la superficie, si se queda en general más bien arriba, en el intelecto, y no llega al corazón, una de las causas más esenciales debe verse en que la cultura moderna […] disgrega todas las formas del amor»[1]. A veces creo que me quedo en el mundo de las ideas. ¿Y mi amor dónde está? Una pregunta me asalta como asaltó a Pedro un día a la orilla del lago: «¿Me amas?». ¿Seré capaz de amar a Jesús con el corazón, no sólo con la cabeza? ¿De verdad lo amo tanto que soy capaz de morir, de enterrarme para dar vida? No es tan fácil esta vida en la que hay mucho dolor. El que ama sufre. Lo que me pasa a lo mejor es que no sé amar como Dios me ama. No sé amar muriendo, amar renunciando, amar dando la vida, amar sirviendo. Necesito un amor que sea servicio desinteresado para que florezca aquel al que amo, al que sirvo. Servir sin buscar mi interés. Tengo claro que lo más fácil es vivir poniéndome en el centro. Deseando que mi vida sea mejor de lo que es. Hoy me dice Jesús que donde yo sirva allí estará Él sirviendo a través de mí. Cuando me ponga en actitud humilde para buscar saciar los deseos de los que me rodean. ¿Qué querrá el Señor que haga con mi vida? Sólo servir. A su manera, no necesariamente a la mía. Y cuando cambien las formas no me atormentaré. Miraré al Señor con paz en el alma sabiendo que me sigue queriendo, que me sigue necesitando más que nunca. Esa mirada de Jesús es la que me levanta. Como a esos griegos que no conocían a Jesús y querían saber cómo era el hacedor de milagros. ¿Entendieron esas paradojas? Morir para poder vivir. Enterrarme para poder ser fecundo. Servir para amar de verdad a mi hermano. Me cuesta tanto renunciar y dejar que otros crezcan. No soy capaz de dar mi vida renunciando a todos los privilegios. No tengo derecho a nada y en ocasiones lo olvido. Quiero aprender a morir en mis deseos, en mis gustos. No tengo que satisfacer todos mis anhelos. Puedo aprender a decir que no, para que otros tengan. Me pongo en segundo plano y no busco que me sirvan. Soy el último, el servidor de todos. Comienzo la Semana Santa con un corazón alegre y al mismo tiempo sabiendo que las cosas van a ser a la manera de Dios. Sufriré, lo pasaré mal, me sentiré pequeño y débil. Y entonces sentiré que lo estoy acompañando a Él en el camino de la cruz. Porque la cruz es el camino de mi liberación. Jesús sólo quiere que lo siga. Cuando viva siguiéndole a Él todo será más fácil. He tenido dudas al mirar mi vida. He pensado que no estaba haciendo todo lo que podía. Aún puedo dar más, lo reconozco. Puedo amar a los más sencillos más de lo que lo hago y servir entregando mi vida por entero. Tengo miedo al juicio de los hombres. Y me asusta que digan que mi vida no ha servido para nada. ¿Por qué temo tanto el juicio de los que no pueden hacer nada contra mí? Me importa sólo un juicio, el de Dios. Sé que me mira con misericordia. Hago lo que está en mi mano, hago lo que puedo. Quiero escuchar su voz para saber si estoy en el camino correcto. Me gustaría tenerlo claro. No siempre sé si es suficiente todo lo que hago. O si lo estoy haciendo de la forma adecuada. No tengo certezas y eso me inquieta. Hoy escucho que mi semilla tiene que morir, que sólo tengo que servir dando la vida y no guardándola. Y tengo que saber que el seguimiento a Jesús es lo que me salva. Con eso me basta para tener paz.

Hoy las palabras de Jesús me inquietan: «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: - Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: - Lo he glorificado y volveré a glorificarlo. La gente que estaba allí y lo oyó, decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: - Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir». Jesús era humano y sufrió. El miedo a la muerte en cruz. El miedo a sufrir y morir. El dolor por lo que podía pasarle. Sudó sangre en el Huerto de los olivos y unos ángeles vinieron a consolarlo. Su dolor humano en Getsemaní, su angustia, lo acercan a mí. Yo sufro angustia, tengo miedos muy humanos y no quiero morir, ni sufrir, ni quedarme solo, ni sentir el peso del mundo sobre mis hombros. Deseo tener un corazón maduro y capaz de vivir con alegría la vida, el dolor y la muerte. Necesito un corazón capaz de hacer las cosas más grandes, los sacrificios más bellos por amor. Comienzo esta Semana Santa con el corazón inquieto y agitado por tantas cosas que veo a mi alrededor. Algo malo puede suceder cuando me quitan aquello que creía seguro. Sufro, sudo sangre, me aferro a Dios pidiéndole lo que hoy Jesús grita, que quisiera liberarse de esa hora. ¿Será posible? A veces he pedido milagros de sanación. He querido que Jesús salvara a las personas más amadas. Que me rescatara de la muerte, que me salvara del dolor. He gritado en una oración íntima pidiendo que se hiciera mi voluntad en todo momento. Y quizás sólo he escuchado lo que S. Pablo un día escuchó: «Te basta mi gracia». ¿De verdad me basta? Tengo miedos muy hondos que me impiden ser feliz en ocasiones. Como si mi felicidad dependiera de esos deseos tan humanos, tan valiosos en apariencia. Es el camino que Dios desea para mí, digo en voz baja. Y le pido que no me suelte de la mano cuando la tormenta arrecia. María se toma en serio mis deseos y mis miedos. Sabe cómo soy y no me suelta. Decía el P. Kentenich: «Entonces podemos estar seguros de que Ella no descansará hasta que hayamos alcanzado el destino que Dios nos ha prefijado: el grado de nuestra transformación en Dios que Él quiere para nosotros»[2]. Libertad interior para poder soltar el timón de la barca y que sea Dios el que me guíe, el que me muestre el camino entre las aguas. Dudo de su poder y por eso tiemblo. Pero en mi vida como en la de Jesús será glorificado Dios. Porque en mis derrotas y en mis fracasos brillará su poder. Cuando soy yo el que brilla por mis logros humanos, todo se viste de luz demasiado humana. Son focos que desaparecen rápidamente. Uno pasa de la fama al olvido casi sin darse cuenta. A Jesús lo seguían miles de personas que necesitaban ser sanadas, atendidas, curadas. Cuando Jesús tenía los pies y las manos atadas en un madero vieron que no tenía poder y lo dejaron solo. No lo amaron a Él, amaron sólo sus obras, sus milagros, sus logros. Siento que necesito ser alabado y buscado por mis obras, por mis logros. Y no acabo de comprender que en el momento de la cruz, del descrédito, del olvido, del fracaso nadie recordará mis obras. Tendrán que hacer un obituario para recordar lo que hice, para que el mundo sepa lo que fueron mis días en esta vida. Y aún entonces de nada valdrán esas obras. Porque lo importante seguirá siendo lo que no se ve, lo que no se lee, lo que no se oye, lo que no brilla a primera vista. Lo que no está tan claro en la apariencia. El servicio desinteresado y oculto es el importante, el que cuenta, el que sirve de verdad. Me gustaría tener eso claro y saber que este mundo se cambia de esa manera. No con obras dignas de elogios. Sino con una vida sencilla que se convierte en milagrosa sin que los hombres la vean. Dios me glorificará. Pero no serán mis obras las que justifiquen mi vida. No serán mis escritos, ni mis palabras, ni siquiera mis gestos. Serán más mis silencios y ese amor abnegado que se entrega en forma de servicio generoso, de semilla que muere. Me gusta pensar que las cosas importantes en esta vida no se hacen públicas. Y no porque puedan ser escandalosas o juzgadas como malas. Sino simplemente porque lo importante ocurre en el corazón de cada hombre. Y, ¿qué derecho tengo yo a entrar en el alma del otro? Sólo de rodillas puedo hacerlo si me abren y me dejan pasar. La verdadera Semana Santa no sucede en los gritos, en los aplausos, en el odio manifiesto, ni siquiera en el amor expresado con ramos y mantos. No ocurre allí donde parece que todo está pasando. Es algo mucho más misterioso y escondido. Al comenzar estos días santos llego con el corazón agitado e inquieto. Es ahí donde sucede el milagro de la Pascua. Dios pasa por mi vida y busca que en mi muerte pueda surgir la vida. ¿Por qué me agito e inquieto tanto? Es en el interior de mi alma donde luchan Dios y el demonio. Y Cristo ya ha vencido a la muerte, al mal, al dolor y al fracaso. Cristo ya ha logrado la victoria final. No tengo que temer nada. Porque nada malo puede sucederme. Dios ya me ha glorificado y eso me da la vida y me llena de alegría y esperanza. 

 



[1] José Kentenich, Conferencias V 1966

[2] J. Kentenich, Hacia la cima

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000